Este es el posfacio de Vista desde una acera de Fernando Molano el mismo autor de la conocida novela El beso de Dick. Es escrito por Héctor Abad Fasciolince y es un bonito texto el cual es una gran invitación a conocer la obra de Fernando Molano.
Los que vivimos en Colombia de los años 90 sabemos que lo único que todos
nos esperábamos al dar la vuelta en una esquina eran la puñalada, la bomba o el
atraco. Pero Fernando Molano, aun en ese estercolero que era y en parte sigue
siendo nuestro país, era capaz de esperar bondad, a pesar de lo escaso que ha
sido este personaje en el teatro de la vida colombiana.
Las aceras, las esquinas y los cuartos son sitios importantes en la
narrativa y en la poesía de Fernando Molano. También las aulas de clases y las
salas de lectura de las bibliotecas públicas. O, para ser más precisos, de una
en particular: la Luis Ángel Arango. Molano amó esta biblioteca, que durante
sus años de estudiante de literatura fue su única patria verdadera, y la
biblioteca correspondió a ese amor del modo más hermoso y más extraño. La
historia de este amor correspondido merece ser contada aquí, pues es la explica
que este libro, Vista desde una acera, exista:
La madre de Fernando Molano era la
única hija de un señor de apellido Vargas. Lo único que la familia sabía de ese
abuelo lejano era que despreciaba a su hija-por haber nacido fuera del
matrimonio- y que nadaba en plata. Un
día, por la página rojas del periódico, los Molano se enteran de que han matado
al abuelo Vargas. Entonces la familia del muchacho adolescente pensó que al fin
dejarían de pasar trabajos gracias a la herencia de ese abuelo que nunca los
había determinado. Dejaba una casa en Chapinero, un edificio de cuatro pisos en
el centro de Bogotá y millones de pesos en el banco. Pero resulta que Vargas,
hombre devoto, había redactado un testamento en el que legaba sus bienes a la
Virgen del Carmen a través de unas intermediarias: las Carmelitas Descalzas. La
familia demandó, pero las monjas, pese a sus votos de pobreza, no soltaron la
presa de la herencia. Los abogados
conciliaron y a la hija natural
le entregaron doscientos mil pesos, unos muebles viejos y una pequeña colección
de libros y revistas. Hasta ese momento en la casa de Fernando Molano había
habido solamente dos libros: el de páginas blancas y el de páginas amarillas.
En una revista el joven Molano vio la foto de un niño; decía que se trataba
de Oliver Twist. Se enamoró del rostro de ese niño de la película y se prometió
leer el libro de Dickens. Un día, en vez de ir a clase, se metió en la
Biblioteca Luis Ángel Arango y pregunto por el tal Oliver Twist. Le dieron la
edición de Aguilar y leyó la novela, capando colegio, en tres mañanas
consecutivas. En el libro de Dickens Molano lee que un niño moribundo, Dick, le
da un beso a Oliver, el protagonista; ese beso entre dos niños es la fuente
inicial de toda la obra de Molano.
Esas revistas, que eran las migajas de la herencia del abuelo rico,
resultan ser el origen de aquello que -junto con el amor de su amigo- salvó a
Fernando Molano de una vida sórdida y sin sentido: la lectura y la escritura. Un beso de Dick abrió para siempre la
mente de Molano y su vida y sus libros, en adelante, fueron besos de muchachos.
Una revista puede ser una herencia más importante que una casa. Una buena
biblioteca pública puede significar más riqueza que heredar un edificio. En Vista desde una acera, al referirse a la
Luis Ángel Arango, escribe Molano: “Ahora no puedo decir nada sobre este lugar:
necesitaría una oda hermosa, y no sabría cómo escribirla.”
Aunque parezca increíble, ese amor de Fernando Molano por la Luis Ángel
Arango acabó siendo correspondido. Ya muy enfermo, en 1995, Molano recibió una
beca de creación de Colcultura para terminar una novela que estaba escribiendo
hacía años en las treguas que le daba su enfermedad. En 1997, para cumplir con
los requisitos de la beca, tuvo que entregar, más o menos apresuradamente, una
copia de su último borrador, pasada en limpio (aunque con muchos errores) por
algún alma caritativa. En esos momentos Molano vivía la situación descrita en
uno de sus poemas, “V.I.H.”:
Pero hacia mí la muerte se apresura.
En verdad, hace años la tengo
Pegada a mis talones,
Soplándome su vaho en los carrillos.
Manos arriba contra la pared,
Apretados los muslos y los ojos,
Ella me
tiene;
Y aguardo, solo, a que por fin me aseste
Su triste golpe.
Manos arriba contra la pared. La muerte, vestida de sida, se llevo a
Fernando Molano a principios de 1998. Y su segunda novela, inacabada, no quedó
en manos de nadie. Sencillamente se perdió. Hasta que, años después de su
muerte, una amiga de Molano (la bondad que lo asalta en una esquina),
escarbando papeles en la Biblioteca Luis Ángel Arango, encontró el manuscrito
entregado a Cocultura. En un país donde casi todo se tira a la basura, la gran
biblioteca bogotana lo había guardado. Esta amiga fotocopia el libro y se lo
lleva a quien fuera el verdadero ángel de la guarda de Fernando Molano durante
su breve vida de escritor: su profesor de literatura en la Pedagógica, David
Jiménez Panesso. Gracias a él, y a la tenacidad de una editora, Verónica
Londoño, que supo negociar pacientemente con la familia del escritor muerto
hasta obtener la autorización para publicarla, podemos hoy leer, al fin,
catorce años después de la muerte del autor, esta hermosa obra póstuma de
Fernando Londoño: Vista desde una acerca.
Además de Un beso de Dick (1992),
su libro más conocido, que es una hermosa novela de culto, Fernando Molano
publicó el libro de poemas al que he aludido más arriba: Todas mis cosas en tus bolsillos. Ahora estas tres obras conforman
una especie de trilogía complementaria para narrar un mundo. De algún modo cada
uno de los libros necesita de los otros para entenderse a fondo. El poemario en
particular, como una bisagra entre su primera novela y la novela póstuma,
completa y explica muchos de los sentidos de los dos libros de narrativa. Doy
un solo ejemplo: para entender el título de Vista
desde una acera, conviene tener en mente el siguiente poema de Todas mis cosas en tus bolsillos; en él
se dice, nada menos, cuál es la vista que se desde una acera:
A la voz de sus señoras silenciosos
Y dóciles
Como
suelen los condenados
Del borde del sardinel
Levantan sus traseros
Dos chicos enamorados
(…)
Sentado a la puerta de mí casa
Sin mirarme
Frente a mí pasan
Me ofrecen sus espaldas
Sobre el mugre de sus bluyines
Yo pienso ¡Dios!
Y mi tarde se hechiza entre sus pliegues
Con sus pasos…
Señor:
¿Qué llevan en sus bolsillos
Trasero
Los muchachos?
Todo en la poesía y en la narrativa de Fernando Molano se nutre de su
experiencia caliente de la vida. ¿Hasta qué punto son novelas Un beso de Dick y Vista desde una acera? Sabemos que el amor de la vida de Molano se
llamaba Diego (y a él está dedicado su libro de poemas). Este muchacho, en el
primer libro, se llama Hugo, y Adrián en el último. No sé si sola la voluntad
de cambiar un nombre real por un nombre ficticio convierta –como arte de magia-
un libro testimonial en novela. Tal vez ese pequeño desplazamiento sea ya
suficiente. Pero en todo caso, como una vez dijo David Jiménez, Molano “no quería
escribir como un literato; para él lo importante era lo vivido, lo confesional,
y de ahí que haya escogido ese tono coloquial, alejado de “lo literario”, para
escribir sus novelas.” Yo creo que de ahí proviene la sensación de verdad que
se desprende de sus libros: de su renuncia a lo ficticio y a toda la
sofisticación literaria.
¿En qué momento opta un escritor por dejar a un lado la fábula, la ficción,
la fantasía, y se limita a contar la historia de su vida? ¿Cuándo renuncia a
ser un literato que hace literatura y escoge más bien escribir un testimonio,
una confesión, redactada con la escritura más limpia y sencilla, la más cercana
al grado cero de lo que se considera literario? Creo que a esta opción se llega
cuando se percibe una fábula -con
moraleja y todo- en la propia experiencia, en la historia, tal cual es, de la
propia vida. Cuando cambiarla o acomodarla mediante las astucias y simetrías
que prodiga la ficción, no la mejora.
Aunque inacabada –pues sin duda Vista
desde una acera termina en punta, e incluso algunos de sus capítulos
parecen inconclusos-, esta obra póstuma de Fernando Molano está llena de
calidad y de sentido. Es hermosamente conmovedora y verdadera, llena de anécdotas
y reflexiones que nos obligan al ensimismamiento y a la duda. Las historias
entre lazadas de las familias de dos muchachos que se aman forman un retrato al
mismo tiempo amoroso y devastador de lo que es nuestro país.
Con el último soplo, con el último esfuerzo de su cuerpo enfermo, Fernando
Molano nos quiso dejar su herencia de su vida y la vida de su amigo, la vida de
dos muchachos que se amaron. Una vida hermosa, pero que pudo haber sido mucho
menos dolorosa si esta no fuera una sociedad tan cruel, tan indiferente, tan
injusta. Las cosas, parece decirnos Molano en cada momento, pudieron no haber sido tan duras y tan despiadadas. ¿De
qué manera podrían haber sido mejores? No es tan difícil de imaginarlo, y
leyendo este libro real uno lo entiende. Creo que Fernando Molano no nos dejo
un testimonio de su vida para que algún día entendiéramos que esta habría
podido ser menos dura y menos sufrida. Pobreza, homofobia, violencia, hipocresía,
estupidez rodearon la vida de un muchacho de increíble pureza y sensibilidad.
Sus libros son el testimonio de ambas cosas: de la maldad que nos asedia, y de
la extraña bondad que a veces nos asalta en una esquina.
Héctor Abad Fasciolince