Wilson
R. Pabón Q.
Introducción
Uno de los aspectos
de Colombia es su convulsionada historia que nos presenta un panorama de muerte
y desolación. Los diversos conflictos políticos, económicos o sociales han
dejado un sinnúmero de víctimas, algunas reseñadas día a día en la prensa y en
los noticieros televisados, al igual que una herencia de odios y venganzas de
sangre. Pero no solamente es el elevado número de muertos lo que más impresiona
de esta particular historia de violencia, es sobre todo la manera como éstos
han sido tratados por sus victimarios, quienes no conformes con ver el cuerpo sin
vida, le practican diversos tratamientos macabros, que lo dejan casi
irreconocible. Para la población rural y urbana, se ha convertido en una
costumbre el levantarse diariamente y encontrar arrojados a peñascos, ríos y
carreteras, los cuerpos sin vida de las víctimas de la violencia, muchas veces
mutilados, otras decapitados, o inclusive incinerados, como efecto de impulsos
de muerte o de sentimientos de odio. Esta es una de las peculiaridades de los
conflictos colombianos, que algunas veces se presenta como una simple
degradación de la guerra, pero que indudablemente es vista como un caso especial
de la relación víctima-victimario, lo que parece ser una constante durante todo
el siglo XX, principalmente en su segunda mitad. Asimismo, muchos de estos
actos, buscan o han generado, procesos de silenciamiento en cuanto a la
recuperación de la memoria individual o colectiva en muchas regiones del país.
La
Memoria
Cuando el general
Patton, al lado de su ejército, en su avanzada en contra del
nacional-socialismo alemán al final de la Segunda Guerra Mundial, encontró los
campos de exterminio, horrorizado por lo que era capaz de hacer el hombre, se
ideó la manera de hacerlo conocer al mundo. El poeta y filosofo español Jorge
Agustín Nicolás Ruiz de Santayana en 1906 había acuñado la frase: “Aquellos que
no recuerdan el pasado, están condenados a repetirlo”, que luego se adaptó a la
conocida: “quien no conoce su historia está condenado a repetirla”[1]. Ésta
se encuentra escrita en inglés y polaco a la entrada del bloque número 4 del
Campo de Concentración de Auschwitz en Polonia, le recuerda a la humanidad lo
que sucedió durante los años de la limpieza étnica en Europa, y sirvió de
referente para intentar no cometer los mismos errores del pasado. El
conocimiento de la historia no exime de la repetición en el futuro, esta
ciencia no es futurista ni pretende serlo, pero si ayuda a saber que nuestro
presente continuo está marcado por el pasado, y que su comprensión nos ayudaría
a tomar decisiones más acertadas, en vías de no repetir errores anteriores.
Se debe partir de
la diferencia que existe entre historia y memoria, la primera entendida como el
conjunto de hechos demostrables a través de una investigación; y la segunda
como aquello que le permite al hombre recordar lo sucedido anteriormente, y a
los grupos humanos construir un pasado real o imaginado, pero que se convierte
en valorado y respetado por quienes hacen parte de esa comunidad[2].
Además, “La memoria histórica se construye a través de las relaciones y
prácticas sociales, y por lo tanto está definida por los significados
compartidos en el marco de un proceso histórico”[3]. Es,
entonces, una representación de las prácticas sociales que busca recordar algo
específico, que se convierte en común y que busca, fundamentalmente, si fue
negativo tenerlo presente para evitar su repetición.
Para el caso colombiano,
inmerso en una espiral de violencia desde los años cuarenta, es particularmente
necesaria la recuperación de la memoria, puesto que ésta se basa en favorecer a
las víctimas y en permitir igualmente la reconciliación y la reparación. La
construcción de la historia a través de la memoria ayuda además a evitar el
olvido que conduce a la impunidad; en relación con este tema, el Grupo de
trabajo pro reparación integral señala que: “Cuando una sociedad afectada por
la violencia y la guerra hace memoria, se pueden producir acciones simbólicas y
culturales que permitan a las víctimas y a toda la comunidad, reconocer y
enfrentar las pérdidas con el fin de elaborarlas. Para superar el olvido y la
impunidad, es necesaria la organización y la participación de la comunidad en
la reconstrucción de los hechos históricos. En este proceso las víctimas
cumplen un papel fundamental a través de diferentes actividades encaminadas,
por una parte, a difundir los diferentes relatos y versiones sobre los sucesos
violentos, y por otra, a promover la participación colectiva para afrontar los
hechos y buscar caminos alternativos de vida digna. Esto permite ampliar el
contenido de la memoria colectiva, logrando un acercamiento a la verdad
histórica”[4].
Igualmente, el
grupo de Memoria Histórica de la Comisión Nacional de Reparación y
Reconciliación ha dedicado sus esfuerzos a la legitimación de las víctimas,
buscando conocer también “las razones para el surgimiento y la evolución de los
grupos armados ilegales” según lo contemplado en la Ley 975 de 2005, dando
preferencia a las voces de las víctimas que han sido suprimidas o silenciadas.
En suma “Memoria Histórica quiere ser un espacio para el reconocimiento, la
dignificación y la palabra de las víctimas de la violencia en Colombia”[5].
En este sentido,
con la memoria se busca dar lugar a las víctimas en cuanto a su participación
dentro de la historia, lo mismo que generar procesos que permitan aportar a la
verdad integral en cuanto a los diversos conflictos armados que han azotado el
país. De esta manera nos permitimos los siguientes interrogantes: ¿qué ocurre
con aquellos a quienes la misma violencia no les ha permitido dar testimonio en
cuanto a los diversos conflictos?, ¿es cierto que durante las violencias en
Colombia, en donde se ha hecho presente igualmente la violencia instrumental, se
ha generado un silencio que se evidencia en algunas comunidades o individuos a
lo largo y ancho del país?, ¿se puede afirmar que las violencias han sido
silenciadores de posibles procesos de recuperación de memoria?
Las
violencias en Colombia
Desde los años
ochenta los investigadores sociales preocupados por los conflictos vividos en
el país comenzaron a especializarse en el tema, hasta el punto que se les
denominó “violentólogos”. Estos, al mismo tiempo, plantearon la idea de una
separación entre los diversos momentos de violencia en Colombia y postularon la
necesidad de hablar ahora de “violencias”, haciendo una separación con la gran
violencia de los cincuenta, que ahora se escribiría con mayúsculas[6]. El
período llamado de La Violencia, algunos estudiosos lo delimitan desde 1946,
prolongándose hasta 1965 aproximadamente. La
magnitud de los hechos que se vivieron en ese período contribuyó a
personificarlos hasta el punto de que, como advierte Carlos Miguel Ortiz, las
gentes comenzaron a hablar de La
Violencia como un Gran Sujeto Histórico, al que atribuían una acción casi
demoníaca[7].
Durante estos años,
a partir de la llegada de Mariano Ospina Pérez a la presidencia de la República,
los conservadores se pusieron en la tarea de buscar, a cualquier precio,
mantenerse al mando de un estado que les había sido arrebatado hacía 16 años
por el bando contrario. Luego de El Bogotazo,
y de algunas expresiones violentas de parte de los liberales por la muerte de
Jorge Eliécer Gaitán, el gobierno del partido azul decidió organizar una policía
única que sirviera a sus intereses de “conservatizar” la nación bajo una
política de “a sangre y fuego”, reclutando grupos de civiles conservadores para
que actuaran al lado de la policía –totalmente conservatizada–, quienes
terminaron llevando el terror a todos los rincones del país. De otro lado, los
liberales se vieron en la necesidad de organizarse en guerrillas, no sólo para
su defensa sino también para tratar de recuperar el lugar que, para ellos, le
correspondía a su partido[8]. A
estos grupos en pugna se les sumaron los asesinos a sueldo, llamados “pájaros”,
quienes en un principio fueron contratados por los conservadores, pero que
terminaron trabajando para el mejor postor sin importar su condición política[9].
Estos individuos terminaron convirtiéndose en embajadores de la muerte,
quienes, simplemente con el hecho de pronunciar su nombre o sobrenombre, hacían
erizar la piel de cualquiera, tanto por el elevado número de muertes que habían
cometido, como también y principalmente, por los juegos que practicaban con los cuerpos de sus víctimas, que les
sirvió incluso como identificador.
Durante estos años,
dentro de la información que portaban las cédulas de ciudadanía se reseñaba la
filiación política de cada individuo, lo que facilitaba su reconocimiento. Las
tropas del ejército y la policía, acompañadas de algunos civiles armados,
realizaban visitas esporádicas a las veredas reconocidas como liberales en
varios municipios, o colocaban retenes en las carreteras demandando por los
papeles de cada persona. Luego de ser identificados como liberales los
conducían a las cárceles, algunos eran torturados y, hacia la media noche,
sacados y transportados en las volquetas municipales hacia diversos lugares
que, con el tiempo, se hicieron famosos, porque era allí donde muchos habían
sido fusilados y luego arrojados a ríos o peñascos[10].
Con la expresión
“No dejar ni la semilla” se muestran claramente los intereses de los
representantes del Partido Conservador al ejercer actos de sadismo contra los
hijos y las esposas de los liberales. Así, cayeron asesinados varios niños, muchas
mujeres fueron violadas, y a las que estaban embarazadas les abrían el vientre
y les intercambiaban sus bebés por gallinas, como en Virginias (Antioquia) y en
Colombia (Huila)[11].
O simplemente asesinadas como en Aguaclara (departamento de Casanare) donde, al
enterrar sus bayonetas en los vientres de sus víctimas en cinta, los soldados
gritaban: “Si tienen hijos adentro que mueran también.”[12]
El fuego fue
utilizado igualmente como elemento devastador durante este conflicto bipartidista.
Las arremetidas conservadoras a poblados o veredas liberales dejaron
territorios calcinados donde antes habían existido ranchos y cultivos[13]. Los
cuerpos de muchas personas se convirtieron en cenizas durante los excesos de
sadismo de esta época fatídica, como en una vereda del desaparecido municipio
de Armero en 1952, cuando el sargento primero Mira, del Batallón Tolima,
ordena: “encerrar más de sesenta personas en una casa. Nadie puede escapar. La
policía establece en contorno un círculo de muerte. Ya por la noche da la orden
de fuego sobre la habitación y en seguida manda que la rocíen de petróleo y la
incendien. Entre los gritos más espantables, todo arde. El maderamen del techo
se desploma al fin; nada se oye. El caserón es una inmensa pira fétida a carne
humana calcinada.”[14]
Al mismo tiempo, Colombia,
es un país que en su tradición cultural y económica ha vivido en una estrecha
relación con los ríos. Sin embargo, desde este período, aquellos se
convirtieron en uno de los lugares a donde fueron a parar los cadáveres de víctimas
de la confrontación bipartidista, de las políticas de Estado y del fanatismo
político. Entre otros, sobre el departamento del Valle del Cauca encontramos el
siguiente relato: “Más de cuarenta personas aparecieron con la lengua cortada,
sin ojos, y arrojados al [río] Bugalagrande con el vientre abierto para que no
flotaran.”[15]
Y sobre el río Magdalena, el más importante del país, abundan los relatos[16]. Es
como si en los años cincuenta los ríos hubieran dejado de llevar agua en sus
cauces, y prácticamente condujeron sangre y una maraña de cuerpos sin
movimiento, que no dejaban entrever ningún asomo de agua. Las aguas se tiñeron
de sangre.
La Violencia dejó una
huella marcada de dolor y odio en la mente de las personas que vivieron este
periodo de violencia sin precedentes, al igual que varias herencias, como los
conflictos que dieron origen a los diversos grupos que aún hoy siguen
enfrentados. Así pues, las formas de deshacerse del enemigo, de causarle un
mayor dolor, o más aún de jugar con
su cuerpo, fueron transmitidas de generación en generación como una herencia
macabra. Por esta razón, durante los últimos cincuenta años y en la actualidad,
los victimarios utilizaron y utilizan, de manera recurrente, los mismos u otros
estilos “particulares” de asesinar a sus enemigos.
Buscando un fin a
este conflicto el país entraría en los años del Frente Nacional (1958-1974), aquí
la violencia se manifestó de manera selectiva de parte de los grupos de extrema
derecha, fueran liberales y conservadores, en contra de los representantes del
comunismo y de los movimientos populares. Esta violencia frentenacionalista
tuvo su principal campo de acción en la región del Sumapaz (antiguo bastión del
comunismo y de movimientos campesinos). Tal fue el caso de Antonio Vargas Roa,
hacendado y jefe liberal de la región del Sumapaz, quien tuvo su centro de
acción principalmente en los municipios de Pandi e Icononzo, y participó en la
matanza de varias personas, bajo la premisa de una política de “limpieza” de la
región en contra de los grupos comunistas, de dirigentes sociales y de
liberales “comunes”. Muchas de sus víctimas terminaron flotando en las aguas
del río Sumapaz y sus cuerpos encontrados luego de varios días, con señales de
tortura y en estado de descomposición, atascados en las piedras de La Azufrada, sitio turístico muy
pedregoso donde se detenían los cadáveres arrojados desde el Puente Natural de Pandi[17].
Colombia ha pasado
treinta y siete de los últimos cincuenta años bajo un estado de urgencia
decretado por el Estado, lo que ha permitido que algunas garantías
constitucionales hayan sido ignoradas[18]. Las
Fuerzas Militares fueron dotadas de poderes excepcionales, bajo la premisa del
mantenimiento del orden, lo que han facilitado varias violaciones a los Derechos
del Hombre. Fue de esta manera como, entre 1978 y 1992, más de 1500 personas
fueron dadas como “desaparecidas” luego de ser detenidas por la policía o los
militares, y luego hallados sus cuerpos, con señales de tortura, al lado de las
carreteras o a las orillas de los ríos[19].
Los guerrilleros,
por su parte, han utilizado las fosas comunes para enterrar a sus víctimas,
dentro del lenguaje del guerrillero, se volvió común el “pinchar” el cadáver,
lo que significa abrirle el vientre antes de enterrarlo, porque puede estallar
y hacer que se levante la tierra, con lo cual se descubrirían estos macabros
enterramientos[20].
Durante las últimas
décadas, los paramilitares han sido
los principales generadores de silencio. Entre sus acciones se destacan las de Trujillo
(Valle del Cauca) entre 1989 y 1991[21], en
las que varios hombres vestidos de civil y militares, algunos encapuchados, con
lista en mano, se pasearon por algunos corregimientos de Riofrío y Trujillo,
preguntando por distintas personas, detectaron a diez y las llevaron con rumbo
desconocido; un testigo señaló que los retuvieron en una bodega, les exigieron
sus documentos de identidad y pertenencias, los relacionaron por escrito y
luego les vendaron los ojos y los sacaron de uno en uno, fueron descuartizados
a motosierra, “sus cabezas y troncos depositados en costales diferentes, y la
noche del 1 de abril una volqueta Ford azul 56 llevó los cadáveres hasta el río
Cauca, en donde fueron arrojados.”[22]
Uno de los hechos
que más trascendencia tuvo en la región fue el homicidio del párroco y la
desaparición de sus acompañantes, al ser acusado de colaborador de la
guerrilla. “El cadáver decapitado y mutilado del padre Tiberio Fernández Mafla
fue encontrado el 23 de abril en un sacadero de arena denominado ‘Remolino’, a
orillas del río Cauca... Quienes le acompañaban siguen desaparecidos.”[23] Su
tumba fue posteriormente profanada por desconocidos, lo que evidencia la
búsqueda del silenciamiento de los hechos cometidos por los paramilitares y el
ejército en Trujillo, lo mismo que el incendio del parque monumento, erigido en
nombre de las víctimas[24].
La violencia se ha
evidenciado igualmente en las ciudades y varias regiones a través de la
denominada “limpieza social”. Los pequeños delincuentes, los mal llamados “desechables”
y las prostitutas, son llevados por los vehículos “fantasma” y arrojados
muertos al lado de las carreteras o en un botadero municipal, con un mensaje en
su cuerpo en el cual se reivindica la razón de su muerte y firmado con el
seudónimo de sus asesinos. A veces estos son “fumigados” por las camionetas
negras en movimiento. En este caso la noción de “fumigar” de los paramilitares, se adapta al medio urbano
y es utilizada por los grupos de “Limpieza Social”, con un significado muy
similar; las metralletas y pistolas se convierten en “pesticidas” ante las
“plagas” que, según ellos, no permiten una vida tranquila en las ciudades[25]. La
noción de “desechable” muestra hasta qué punto la sociedad colombiana ha
llegado a despersonalizar y rechazar ciertos grupos de individuos, tratándolos
ahora como “cosas” de las cuales es necesario deshacerse lo más pronto posible,
y no precisamente como seres humanos; y en el caso de la violencia urbana,
¿quienes más apropiados que aquellos que viven en la calle, que no van a ser
llorados por nadie y que ciertamente terminarán en una fosa común algún día?
Este proceso tiene también ciertas repercusiones dentro del conflicto actual
que azota al país, y es la justificación que tienen los diversos victimarios
para hacer uso de la violencia, asesinando o eliminando a ciertas personas,
señalándolos como “objetivos militares” o como “elementos perturbadores”.
Reinterpretación de
la historia a través de la violencia
Los varios actores
de las violencias han buscando, entre otras consideraciones, igualmente
reinterpretar la historia de varias regiones, a través de acciones violentas
que buscan borrar un pasado de abandono del estado o de presencia de algún otro
grupo, por una nueva memoria colectiva generada por aquellos que tomaron en sus
manos el poder por las armas. Para este caso nos basaremos en la experiencia
del actor Daniel Rocha en el corregimiento de Libertad (Sucre), quien en su
trabajo con la comunidad evidenció las trazas de lo que es un fenómeno
recurrente en el país.
Con su experiencia
de Teatro Foro, el actor Rocha buscó durante el 2008, que la población de
Libertad “pudieran conocer sus derechos sobre la verdad, la justicia y la
reparación, así como los procesos y mecanismos de acceso vigentes. A través de
la metodología del teatro foro, que asegura la integración entre artistas y
miembros de la comunidad, se buscó impactar creativamente en la manera como las
personas afectadas por el conflicto armado perciben el pasado, la relación
actual con su entorno y el orden social deseado y posible”[26].
Desde 1998 aparecen
en la zona algunos paramilitares comandados por alias “El Oso”, “oriundo de
Córdoba y perteneciente al grupo del paramilitar alias ‘Cadena’. Él y
aproximadamente 20 hombres más se instalan en Libertad durante 7 años. Desde
que ingresa y a través de su relación con la ‘paraca’, mujer nativa de
Libertad, se produce el cobro de los primeros catastros ilegales, cobro de
multas por acusaciones sobre riñas y conflictos entre los habitantes, trabajos
forzados a las personas que no tuvieran con que pagar las multas o los
impuestos ilegales, robo de propiedades y activos a la población, palizas, castigos
públicos y tratos humillantes”[27].
Además de los excesos de este grupo, los integrantes de la experiencia de
teatro foro, financiado por la CNRR, encontraron cómo entre el 2000 y 2001 los
paramilitares decidieron cambiar la historia del municipio. De esta manera,
obligaron a todos los pobladores a quemar las fotografías que les recordaban el
antes de su llegada: fotos de matrimonios, bautizos, fiestas familiares y demás
fueron pasadas por el fuego. Esto generó que al dialogar con la gente de
Libertad, por más que la historia del corregimiento comienza hacia finales del
siglo XIX, solamente se recordaba el momento de la llegada de “El Oso” y su
gente, como si solamente su memoria comenzara en el 2001.
El desmembrar los
cadáveres, el incinerarlos o arrojarlos a los ríos, puede tener varias
significaciones: a través de estas formas de tratar el cuerpo muerto, los
victimarios pueden hacer llegar un mensaje de muerte a sus seguidores para
hacerlos permanecer en sus filas, y a sus contradictores para infundirles temor.
Estas acciones pueden igualmente facilitar la desaparición del cadáver, lo que
pretendería simplemente la posibilidad del entorpecimiento de la investigación
judicial y a la postre la impunidad, y lo que es peor, se causa un mayor dolor
a los familiares o allegados de la víctima.
El
hombre violento y la violencia expresiva
Varios
investigadores se han preguntado sobre el carácter violento del hombre, algunos
de ellos han llegado a la conclusión de que se encuentra inmerso dentro de su
universo individual y colectivo y que, además, puede llegar a servir de
elemento socializante y necesario para desarrollarse como ser integral. Uno de
los principales representantes de esta corriente es el padre del psicoanálisis,
Sigmund Freud, quien de sus reflexiones sobre el tema de la guerra, concluyó:
“aunque parezca paradójico la guerra bien podía ser un recurso apropiado para
establecer la anhelada paz eterna.”[28] Las
reflexiones de Freud se dirigían a que el hombre posee un instinto natural de
la muerte. De otro lado, Konrad Lorenz, etólogo, relaciona más este impulso con
la animalidad, hablando así del instinto de supervivencia que el hombre posee
como un animal como cualquier otro[29].
Algunos autores
dicen que la violencia hace parte de las expresiones individuales dentro de la
acción colectiva (Tilly); que el monopolio de la violencia legítima lo tiene el
estado y es él quien la ejerce y la debe controlar, donde hay violencia no hay
un verdadero control estatal (Weber); que toda cultura tolera un cierto tipo de
violencia, algunas conductas violentas son legítimas para la sociedad
(Haltung); o que la violencia es lo contrario del conflicto, es la ruptura
completa, la separación, la violencia cierra toda posibilidad de conflicto
(Wieviorka)[30],
por esta razón es necesario diferenciar entre conflicto y lo que se ha definido
como “violencia expresiva”, de la cual trata el presente estudio.
Parsons fue el
primero en trabajar las nociones de acción instrumental y acción expresiva
dentro de las discusiones sobre la violencia. La primera tiene como
características: un punto de vista discursivo, asociado a un pensamiento claro,
una doctrina o una ideología, y una organización metódica conforme a la
búsqueda de un fin concreto. Por el contrario la segunda: llega a ser irracional,
busca expresarse de cualquier manera, es inestable, y se puede producir rápidamente[31]. En
algunos casos la violencia instrumental puede combinarse con la expresiva, tal
es el caso de la violencia política en Colombia, organizada y dirigida por el
estado desde los años cuarenta o por la guerrilla a partir de los sesenta, los paramilitares desde los ochenta y que,
sin embargo, ha terminado por convertirse en una violencia desbordada en el
campo y la ciudad, que mezcla intereses, odios y venganzas y, en donde muchas
veces no se puede identificar alguna justificación lógica.
Para comprender la
violencia expresiva nos serviremos de la noción de “Sumisión a la autoridad” de
Stanley Milgram quien, dentro de sus investigaciones sobre la violencia, le
encargó a cierto número de sus estudiantes que les aplicaran choques eléctricos
a un grupo de sus compañeros. En realidad, no había corriente eléctrica; pero
las víctimas, que habían sido advertidas secretamente, debían lanzar gritos
cada vez más horribles a medida que la intensidad de la corriente aumentaba,
hasta llegar al desmayo. Obedeciendo incondicionalmente a su maestro, los
estudiantes, haciendo las veces de verdugos, llegaron hasta el final de la
última orden que se les dio[32].
Muchos de los victimarios en Colombia han justificado sus acciones como
consecuencia de las órdenes impartidas por sus superiores, lo que nos haría
pensar que estos actos podrían ser planeados y buscarían precisamente un fin
concreto que, en algunos casos, se referirían a acallar poblaciones.
Conclusión
En primer lugar,
los aportes que nos entregan los estudios históricos, antropológicos o
sociológicos sobre lo que se ha denominado la “violencia expresiva”, nos
proporcionan únicamente los elementos para comprender diferentes fenómenos de
violencia e intentar hacer un análisis del caso colombiano. Así, planteamos la
idea de que la muerte ha sido utilizada para silenciar procesos de memoria,
pero ¿la lógica de la guerra en Colombia ha incluido igualmente como objetivo
de algunos de sus actores el acallar la memoria a través de la violencia?
El vivir en una
sociedad como la colombiana, que parece acostumbrada a encontrar diariamente en
la prensa y en los noticieros los anuncios de cuerpos sin vida, muchas veces
incinerados y otras mutilados, recuperados de los ríos o de las fosas comunes
clandestinas, realizadas con el propósito de desparecerlos, hace que no sea
fácil escribir sobre este fenómeno. Tanto para el lector como para mí, no ha
sido agradable conocer que actos tan monstruosos puedan ser cometidos por ser
humano alguno. Sin embargo, es necesario investigar sobre estos hechos, para
que no sólo queden como un mal recuerdo para los familiares de las víctimas y
para el conjunto de la sociedad, sino para intentar buscar más que una
solución, una explicación al problema de la violencia y la muerte en Colombia.
[1] George Santayana, La vida de la razón: o, fases del progreso
humano, Buenos Aires: Editorial Nova, 1958, vol. 1, p. 54.
[2] Esta definición se
atribuye al historiador francés Pierre Nora, su texto se encuentra en: Jacques
Le Goff, Hacer la historia,
Barcelona: Editorial Laia, 1985.
[3] Grupo de trabajo pro
reparación integral, “La dimensión simbólica y cultural de la reparación
integral”, en: Voces de memoria e
identidad. Material pedagógico sobre reparación integral, Bogotá, abril
2006, p. 17.
[4] Grupo de trabajo pro
reparación integral, “La dimensión simbólica y cultural de la reparación
integral”, op. cit., p. 20.
[5] Ver:
http://www.memoriahistorica-cnrr.org.co/s-quienes/sub-quees/
[6] “Ya no se puede hablar
de una única violencia, o de dos en un mismo par dialéctico: Estado versus
ciudadano, clase dominante versus clase dominada, fuerzas retardatarias versus
fuerzas progresistas. Ya no se puede hablar unívocamente de ‘La Violencia’,
sino de muchas violencias entre cruzadas. Ya se des-sacraliza la ‘violencia
política’ para dirigir la mirada a la dispersión de violencias banales que
requieren también ser historizadas, ser inscritas en los procesos históricos.
Ya se examina, en la violencia política misma, una cantidad de planos que
escapan a la inteligibilidad de lo meramente político.” Carlos Miguel Ortiz
Sarmiento, “Historiografía de la violencia”, en: Bernardo Tovar Zambrano
(comp.), La historia al final del
milenio: ensayos de historiografía colombiana y latinoamericana. Bogotá:
Editorial Universidad Nacional de Colombia. Facultad de Ciencias Humanas.
Departamento de Historia, 1994, p. 421.
[7] “Comencemos con los
usos y significaciones del término mismo, La Violencia, como término denotativo
de la conmoción social y política que sacudió al país de 1945 a 1965 y que dejó
una cifra de muertos cuyos cálculos oscilan entre los cien mil y los
trescientos mil, plantea de por sí numerosos problemas y deja abierto el campo
a las ambigüedades. En efecto, a veces con el término Violencia se pretende
simplemente describir o sugerir la inusitada dosis de barbarie que asumió la
contienda; otras veces se apunta al conjunto no coherente de procesos que la
caracterizan: esa mezcla de anarquía, de insurgencia campesina y de terror
oficial en la cual sería inútil tratar de establecer cuál de sus componentes
juega el papel dominante; y finalmente, en la mayoría de los casos, en el
lenguaje oficial, el vocablo cumple una función ideológica particular: ocultar
el contenido social o los efectos de clase de la crisis política. Esto para no
hablar del uso, o de los usos del término por parte de los habitantes comunes y
corrientes que padecieron sus efectos. Los campesinos de los Llanos Orientales,
por ejemplo, que pudieron dar una respuesta organizada y consistente,
caracterizaban los acontecimientos más a partir de ‘su’ movimiento que de la
acción gubernamental, y se referían a aquel como ‘la Revolución’ ; en cambio,
los del interior del país, en la zona cafetera, mucho más fragmentados en su
reacción y con un profundo sentimiento de impotencia, le asignan a la violencia
el carácter de un Gran Sujeto Histórico trascendente, exterior a los actores
del conflicto, y que como tal, según lo señala un estudio de Carlos Ortiz,
permite personalizar las responsabilidades. El fatalismo de expresiones tales
como ‘La Violencia me mató la familia...’, ‘La Violencia me quitó la tierra’
parecen sugerir la resignada aceptación de los efectos de un proceso social y
político como si se tratara simplemente de un orden natural (¿o gubernamental?)
de las cosas. De hecho, por este camino se abrieron paso ciertas formas de
mesianismo en antiguas zonas de violencia.” Gonzalo Sánchez, “Los estudios
sobre la Violencia. Balances y perspectivas”, en: Gonzalo Sánchez y Ricardo
Peñaranda (compiladores), Pasado y
presente de la violencia en Colombia, 2a ed., Bogotá: Fondo Editorial
CEREC, 1991, p. 22.
[8] “En esta realidad [de
violencia] ya cotidiana el pueblo que como siempre puso los muertos, solo
esperaba la noticia de que la guerra de nuevo había comenzado. Preparaba su
vida para vivar a su partido y a su bandera y se aprestaba a la lucha para
buscar por supuestos fines nobles, su propia muerte. Las guerras civiles se
resumieron en una década, con toda la herencia que es capaz de acumular una
nación en más de un siglo.” Arturo Alape, La
paz, la violencia: testigos de excepción, 2a ed., Bogotá, Editorial
Planeta, 1985, p. 23.
[9] “Durante la violencia
de los años cincuenta los dos partidos tradicionales patrocinaron la formación
de fuerzas de choque para liquidar a miembros del partido opuesto y el
experimento terminó en la generalización del bandidismo social y las venganzas
de sangre, que afectaron a buena parte de las regiones minifundistas de las
vertientes cordilleranas del interior del país.” Alejandro Reyes Posada,
“Paramilitares en Colombia: Contexto, aliados y consecuencias”, en: Gonzalo
Sánchez y Ricardo Peñaranda, Pasado y
presente de la violencia en Colombia, op.
cit., p. 427.
[10] Carlos Miguel Ortiz
Sarmiento, La Violence en Colombie. Racines historiques et sociales, París :
L’Harmattan, 1990, p. 114-115.
[11] Germán Guzmán, La Violencia en Colombia. Estudio de un
proceso social, Bogotá: Tercer Mundo, 1964, p. 227.
[12] Guzmán, La Violencia en Colombia. Estudio de un
proceso social, op. cit., p. 75.
[13] Arturo Alape nos
relata la forma en que desapareció del mapa de Colombia una vereda, a causa del
fuego, durante el período de La Violencia: “A un extremo de la cañada del río
Sulamilla, que más abajo se convierte en el Zulia, están ubicados Cucutilla y Arboledas.
Entre los dos y a los lados opuestos, están las veredas de Román (liberal) y
San José de la Montaña (conservadora). Varios puentes las comunican. Y el
periodista de ‘Semana’ vió desde el avión, las ruinas y la desolación en que
quedó la vereda de Román; los ranchos consumidos, lo mismo que las sementeras
arrasadas por el fuego devastador. Los vestigios de la vida animal y vegetal
desaparecidos por el soplo mágico de los incendios. Las aves se fueron como los
hombres, y desaparecieron las flores al acabarse el verdor de la naturaleza.
Entre cenizas quedó todo calcinado, como para recoger los recuerdos a manos
abiertas y soplados al viento. Todo lo consumió el incendio y muchas de las
gentes de Román, vivieron los últimos momentos de sus vidas, a tres fuegos: de
Cucutilla, de Arboledas, de San José de la Montaña y de loma a loma, recibieron
los disparos y sus cuerpos rodaron en busca de las corrientes del Sulamilla.”
Arturo Alape, El Bogotazo, memorias del
olvido, 10a. ed., Bogotá: Planeta, 1987, p. 94.
[14] Germán Guzmán, La Violencia en Colombia. Estudio de un
proceso social, op. cit., p. 235.
[15] Darío Betancur y
Martha L. García, Matones y cuadrilleros:
origen y evolución de la violencia en el occidente colombiano 1946-1965,
Bogotá: Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales,
Universidad Nacional de Colombia, Tercer Mundo, 1991, p. 78.
[16] Entre otros, citaremos
uno de Carlos Medina sobre Puerto Boyacá, durante los años del gobierno militar
de Gustavo Rojas Pinilla (1953-1957): “Ya con Rojas tuvimos una Guerrilla
Oficial... el Ejército encarcelaba personal sindicado, tal vez de alguna cosa,
pero no se le seguía un proceso, no, eran tipos que los llevaban a la cárcel...
los torturaban... los hacían aguantar hambre y después los mataban y los
tiraban al río... en Puerto Nariño era el campamento, era el comando y ahí
llegaron a tener 45 o 50 hombres amarrados uno con otro y los ponían por la
parte que estaba dando al sol, el que tenía una necesidad fisiológica lo
llevaban a un sanitario guardiado y los traían muchas veces sin hacer la
necesidad y de esa gente no entregaron uno, todos los fueron eliminando poco a
poco y los tiraban al río en Puerto Nariño. Aquí [Puerto Boyacá] tenían una
cárcel, un calabozo, una caja que le llamaban la ‘Caja Amarilla’, era un
calabozo totalmente metálico, ahí encerraban a la gente y la torturaban... lo
que más me acuerdo, era que tenían 40 o 50 hombres ahí, para todo, para hacer
sus necesidades, todo ahí, y de ahí los iban sacando y los llevaban a unos
tanques que hay acá arriba [los tanques de agua actualmente], tarde de la noche
los mataban y los tiraban al Magdalena.” Entrevista con Rubén Múnera,
agricultor, septiembre de 1986. Carlos Medina Gallego, Autodefensas, paramilitares y narcotráfico en Colombia. Origen,
desarrollo y consolidación. El caso “Puerto Boyacá”, Bogotá: Editorial
Documentos Periodísticos, 1990, p. 126.
[17] Ver: “Un liberal y hacendado en Pandi”. En: Wilson Rigoberto Pabón Quintero, La violencia y los ríos. El Puente
Natural de Pandi, Monografía de grado, Departamento de Historia, Facultad
de Ciencias Humanas, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá: 1999, p. 64-70.
[18]
Amnesty International, Colombie: Le vrai
visage de la terreur, París: Editions Francophones d'Amnesty International,
1994, p. 39.
[19]
Amnesty International, Colombie, Arrêtez
les Massacres!, París: Editions Francophones d'Amnesty International, 1994,
p. 18.
[20] Johny, En el infierno, Bogotá: Ediciones de
Hugo Mantilla, 1995, p. 52.
[21] “Entre el 29 de marzo
y el 23 de abril de 1990, es decir, desde la emboscada a una patrulla del
Ejército Nacional por una columna guerrillera del Ejército Nacional de
Liberación – ELN –, hasta el día en que fue rescatado el cadáver del sacerdote
Tiberio Fernández en las riveras del río Cauca. [Desde el paro cívico del 29 de
abril de 1989] Las muertes, las torturas y desapariciones forzadas se
convirtieron en insucesos de común ocurrencia en Trujillo. [...] La acción
indiscriminada de los ‘escuadrones de la muerte’, de los grupos paramilitares,
narcotraficantes y de ‘limpieza social’, se tradujo en la desaparición forzada
de algunos pobladores, en torturas y malos tratos y en la muerte de un
considerable número de personas cuya identificación no se logró, como es el
caso de pequeños vendedores o consumidores de estupefacientes. Numerosos
cadáveres fueron rescatados de las aguas del río Cauca.” Consejería
Presidencial para los Derechos Humanos de la República de Colombia. Comisión de Investigación de los sucesos
violentos de Trujillo. Caso 11.007 de la Comisión Interamericana de Derechos
Humanos. Informe final, Bogotá, Imprenta Nacional de Colombia, 1995, p.
1-3.
[22] Consejería
Presidencial para los Derechos Humanos de la República de Colombia. Comisión de Investigación de los sucesos
violentos de Trujillo, op. cit.,
p. 10.
[24] “Profanaron la
tumba de Tiberio Fernández, padre mutilado y arrojado al río Cauca en 1990”. El Tiempo, 4 de febrero de 2008.
[25] Amnesty
International, Colombie: Droits de
l’homme question d’urgence, París: Editions Francophones d’Amnesty
International, 1988, p. 29.
[26] Comisión
Nacional de Reparación y Reconciliación, op.
cit., p. 95.
[28] Sigmund Freud, “El
porqué de la guerra”, en: Obras Completas,
Vol. XXII, Buenos Aires, Amorrortu editores, 1979, p. 187-198.
[29] Tomado de: Konrad Lorenz, “Lucha ritualizada”, en: Fernando Gaitán
Daza, “Una indagación sobre las causas de la violencia en Colombia”, en:
Malcolm Deas y Fernando Gaitán Daza, Dos
ensayos especulativos sobre la violencia en Colombia, Bogotá: Fondo
Financiero de Proyectos de Desarrollo, Departamento Nacional de Planeación,
1995, p. 97.
[30] Estas discusiones y
las referencias que el lector encuentra fueron trabajadas por el profesor
Michel Wieviorka, durante su seminario “Sociología del Conflicto”, dictado en
la École des Hautes Études en Sciences Sociales de París, durante el año
universitario 2001-2002.
[32] Ver: Stanley Milgram, Soumission
à l’autorité. Un point de vue expérimental, París: Calmann-Levy, 1974.
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